Hay imágenes. Con miles de capas o con algunas pocas. Las hay duras y que implican cierta complejidad en el intento de percibir sus estratos, o antes bien, el entrar en resonancia con ellas; pero también otras que al primer vistazo ya provocan una aspiración tan veloz que no se las puede percibir más que en una especie de multiplicación de afectos. Hay imágenes. Intentar trazar con ellas una geología implica considerarlas en su aspecto de multiplicidad, es decir, ver sus zonas a la vez que sus erosiones, ver cómo se deshacen, lo que deshacen, pero también sus potencias, sus posibilidades de movimiento o transformación. En fin, hay imágenes. Siempre las hay, con sus problemas de origen, con sus ilimitadas reproducciones; por lo tanto, hay imágenes siempre por entre algo, en el medio, a través de la intensidad fulgurante de las preguntas. Habrá que considerar estos problemas en resonancia con ellas, esto significa, multiplicar sus sentidos y ver sus capas, quizás esa sea una hipótesis.

Andrés Denegri compuso un corpus particular de obras alrededor de muy pocas imágenes, tal vez de miles de fotogramas que no dejan de aparentar una sola. Se trata de una instalación construida con varias obras alrededor de una pieza central: un proyector de cine de 16mm intervenido para que, cada cierta frecuencia de tiempo frene su mecanismo y queme un fotograma de la película que hace correr. A la vista, pues, la maquinaria de proyección de un pequeño fragmento de lo que aparenta ser la primera filmación en Argentina, repitiéndose a la vez que quemando su unidad mínima de medida, esto es cada fotograma donde se detiene. Mecanismos del olvido (2017-2018) quizás se componga a partir de una pequeña filmación, de apenas unos segundos, de cualquier bandera argentina que haya estado flameando; de la bandera sana a la bandera quemada es lo que tomaremos en consideración; pero sea como fuere, esas ‹‹pocas›› imágenes ya se han multiplicado, ahora nos es imposible discernir su cantidad en números, sólo nos queda intentar verlas a través de sus varias caras. En este sentido, quisiéramos considerarlas a partir de al menos tres capas que hemos encontrado en ellas.

PRIMERA CAPA DEL TIEMPO O ‹‹MIL METROS DE OLVIDO››


800 metros de olvido, Andrés Denegri, 2018,
(https://rolfart.com.ar/artists/andres-denegri/andres-denegri-rolf-art-37/)

Hacer de la ausencia una representación posible.
Hacer del intervalo una configuración visual.
Hacer del fracaso una imagen.

Uno de los aspectos de la imagen de archivo es su propio surgimiento como una forma de lucha ante el devenir del tiempo histórico. Como tal, su batalla está perdida ya que su descomposición es siempre inminente e inevitable. En un movimiento opuesto, la propuesta de Andrés Denegri se presenta como un gesto que parte de la noción de documento, pero ya no para dar cuenta de un pasado que debe ser preservado, sino para dilatarlo, deformarlo, horadarlo hasta lograr su destrucción. Y entonces entendemos que no se intenta rememorar sino hacer del olvido un acontecimiento posible. Mecanismo que eyecta y ‹‹esculturiza›› mediante la exposición del dispositivo, que en principio fue concebido para funcionar de forma oculta y anónima, dentro de un aparato que ya no lo es.

Si la imagen es lo que queda cuando aquello a lo que refiere desaparece y es, ante todo, memoria, tal como afirma Georges Didi-Huberman, los fotogramas de Mecanismos del olvido también lo son, aunque quizás de otra manera. Lo que queda, ese resto, aquí es una fractura. En este sentido, el tiempo redistribuye sus regímenes de visión y se duplica en al menos dos maneras: lo que se muestra y la maquinaria de proyección-destrucción, el despliegue temporal de aquel evento. Es el tiempo lo que se nos hace visible, palpable gracias a la puesta en marcha de la quema de los fotogramas. Todo lo que atenta contra el documento visual, en la propuesta de Denegri, se concreta a modo de síntoma. Síntoma de que la Historia, al igual que la memoria, es lacunar y poco confiable. Es de este modo como comprendemos que la imagen ya no es imitación o representación de las cosas, sino un intervalo materializado.


Las obras de arte, dice Benjamin, tienen una “historicidad específica” (spezifiche Geschichtlichkeit) que no se expresa en el “modo extensivo” (extensive) de un relato causal o familiar de tipo vasariano, por ejemplo. Se despliega multiplicandamente en un modo intensivo (intensive) que, entre las obras “hace brotar conexiones que son atemporales (zeitlos) sin estar por lo tanto privadas de importancia histórica.

Una película perdida en el flujo del tiempo (La bandera argentina de Eugenio Py, 1897) y por lo tanto inaccesible, es a su vez, la condición de posibilidad de Mecanismos del olvido. Ambas imágenes están destinadas a desaparecer. A modo de fluido que circula entre ambas, el tiempo se infiltra, se escurre y genera un diálogo no causal sino intensivo, tal como lo plantea Walter Benjamin, entre dos formas de existencias que pareciera materializarse a condición de arder hasta quemarse en el olvido. Y es allí donde notamos que los mecanismos concebidos para registrar y proyectar imágenes ya no funcionan, pero, en su fracaso produce otras formas de existencia, otras capas temporales posibles.

Porque ni a los 800 ni a los 200 metros de fílmico les interesa reponer una huella de lo que fue (o lo que pudo haber sido) aquella bandera flameante, sino más bien tensionar las capas temporales que subsisten y se acumulan en una imagen.

Es en este preciso momento, cuando nos damos cuenta de que el supuesto registro, no constituye una prueba de un acontecimiento sino ante todo una puesta en escena y que la imagen no tiene importancia más que en su vínculo con otras, vínculo que le otorga el proceso analítico de montaje y, que en este caso, pareciera profundizar la repetición o evocación de una misma imagen. La dimensión temporal no tiene que ver con el correr del material fílmico por un mecanismo sino más bien con los dobleces, el reverso o los pliegues de una imagen y su puesta en contacto.

SEGUNDA CAPA DE LA MATERIA O ‹‹LÚMENES A VATIOS››


A: Bandera/B: Argentina (detalle), Andrés Denegri, 2018,
(https://rolfart.com.ar/artists/andres-denegri/andres-denegri-rolf-art-23/)

Del lado izquierdo la película desplegada, del derecho la película quemada. En el medio –por ser un detalle– sólo nos queda ver lo que separa ambas obras: el marco de madera. La distancia entre las dos imágenes es un tipo de materialidad sumamente opaco, casi negro. El intervalo entre la madera y la película es de lúmenes, es decir que la segunda es materia medida en cantidad de flujo lumínico. Finalmente, la diferencia entre la película sana y la quemada es de vatios, de velocidad de energía en transformación. Por lo tanto, algo ha cambiado en el correr de la película sobre el proyector de la obra central; si en un principio poseemos un foco de luz que despide en la pared una imagen del material fílmico que le pasa por delante, luego, en cada detención, el flujo lumínico exige empezar a tenerlo en cuenta como velocidad de transformación de la energía, el material se quema en ese fotograma y la luz necesaria para verlo termina por exceder su umbral de resistencia. Todo un sistema de la visión se desconfigura por sus propias potencias, ‹‹un cambio que afecte la materia […] se comprenderá como un cambio ontológico del medio››. Mientras haya un flujo luminoso siempre habrá lúmenes, pero nos interesa remarcar ese cambio de importancias que ocurre en la proyección; no se trata de que se extingan las unidades de medida de la luz, sino que ese mismo flujo lumínico transforma su foco –siempre en relación con la materia– hacia los flujos radiantes. La imagen reclama además de la luz una vibración o resonancia energética.

En este sentido, podemos tomar del trabajo de Laura González-Flores su descripción de dos matrices de la imagen fotográfica según sea analógica o digital, y multiplicar la matriz de la primera según datos y códigos de la proyección de Denegri. En primer lugar, sobre cada fotograma que corre como efectivamente debería (sin detenciones), se inserta un ‹‹código continuo›› de luz sobre la emulsión ya revelada, es decir sobre cierta imagen fijada en el material. Pero a la vez, o en una diferencia temporal imperceptible para la vista, la imagen se detiene y rápidamente el código lumínico es considerado en tanto eficacia energética sobre el fílmico, ahora más que nunca, imagen fija, fotograma. Una matriz de luz y una matriz de energía, proyección de una película doble, donde el medio se ha vuelto relación entre la cámara y el proyector, y ya no cabe hablar de ontología sin hablar de una agencia de a dos que va de la luz a la energía en un juego de recomposiciones y descomposiciones. Por lo tanto, si podemos hablar de esta obra como del estudio de dos modos de autonomía de las imágenes que desmontan la película como una relación partes-todo, es por la capacidad de haber compuesto un campo de múltiples disposiciones de la materia, de haber hecho de una tira de material cinematográfico un mundo de fotogramas con velocidades infinitas, esto es, de imágenes singulares que llevan la potencia de su cuerpo (materia) hasta el límite y le devuelven la capacidad tanto de la resistencia como del olvido.

Las imágenes están vivas, en la implicación de la luz y de lo que quema, ‹‹delante del mundo de las significaciones-superficie, de los datos codificados››. Las imágenes están, ya junto al fuego ya a partir de un flujo lumínico. En esta doble disposición de la materia, la imagen de la bandera nos exige un doble régimen de la visión: el del ojo y el de la memoria. Ambos funcionamientos del organismo se conjugan en una indiscernibilidad que desconfigura el cuerpo y la imagen. Esta última ya no es más que […] el rastro que deja el percepto en la mente cuando se descontinúa la percepción. Una imagen es, pues, la huella visual que queda en nuestra mente cuando cerramos los ojos: sólo podemos verla a través de la memoria.

Esta segunda capa entra en relación directa con la primera y se implican mutuamente. La imagen fija que se quema solo lo puede hacer al precio de una memoria con el mayor olvido. De un uso de la memoria contra toda nostalgia, con una resistencia de la imagen como presente, junto a un relanzarse al futuro a través de las disposiciones materiales. Esa es la potencia de la relación entre el tiempo y la materia, la ‹‹descontinuación de la percepción›› o el agujero que las imágenes dejan en el pensamiento, por lo tanto, en el cuerpo. Entonces ya nada podemos hacer para evitar que esa imagen se prenda fuego porque ella lo ha hecho todo con nosotrxs, sólo podemos ver.

Imagen él mismo, este cuerpo no puede almacenar las imágenes, puesto que forma parte de ellas; y por eso es quimérica la empresa de querer localizar las percepciones pasadas, o incluso presentes, en el cerebro; ellas no están en él; es él el que está en ellas.

El flujo de radiación, las vibraciones y las resonancias energéticas se multiplican, se bifurcan, van ahora desde la imagen hacia acá, nos queman, o en el mejor de los casos nos hacen experimentar un modo de ver que excede a los ojos. Si el fuego logra desconfigurar los organismos, pero aun así hay imágenes, queda por ver cómo logran llevar a cabo toda su maquinación, toda su agencia.

TERCERA CAPA DE LAS MÁQUINAS O ‹‹MECANISMOS DEL OLVIDO››


Mecanismos del olvido, Andrés Denegri, 2017,
(https://rolfart.com.ar/exhibition/maquinas-de-lo-sensible/maquinas-de-lo-sensible-extended-rolf-art-5/)

Quisiéramos responder que no, que las máquinas no son tales por simular funcionamientos del cuerpo o por recurrir a teorías de la percepción. Ante la pregunta de Vilem Flusser: ‹‹¿entonces la cámara fotográfica es una máquina porque simula el ojo y recurre a la teoría óptica?››, quisiéramos responder que no, o más bien, que antes de ser máquinas por el hecho de referirse a simulaciones del organismo, lo son por una función de maquinación, esto es, una puesta en funcionamiento que en sí misma está directamente relacionada con la materia con la que actúa y por la que actúa. Pero Flusser ya lo tenía en cuenta, el ‹‹funcionario››, quien distribuye las entradas y salidas del flujo de luz de un aparato fotográfico, ya está en relación directa con la materia a través de la cámara; es decir, entre material, aparato y funcionario, una máquina los engloba y desarrolla en ellos, en tanto instancias, todo su movimiento.

En Mecanismos del olvido, entonces, las máquinas no funcionan como apéndices, anexos o extensiones de los cuerpos, sino que pervierten a los mismos, a saber,a la visión como núcleo de la percepción de imágenes y al recuerdo como elemento de un cerebro que contendría para sí toda su memoria. Ya lo había sugerido Walter Benjamin cuando supuso el trastocamiento de los modos de ver en el momento en el que la cámara fotográfica fue inventada, y cuyo accionar revelaba al ojo un tejido estructural de la realidad inaccesible a la percepción humana. Una potencia de desquicie de las máquinas le pertenece por derecho –ya que en rigor, hablar de organización o desorganización sólo es en una instancia relativa a la relación función-materia a partir de la cual aquella acciona–; sin embargo, hubo que esperar a que el régimen pos-industrial surgiera para que dicha potencia se actualizara en mecanismos concretos.

Por lo tanto, de un lado el ojo y del otro la memoria. François Soulages desarrolla dos nociones que en su articulación constituyen la fotograficidad: por un lado, la irreversibilidad, por el otro lo inacabable. Podemos pensarlo de la siguiente manera: el ojo como funcionario de una irreversibilidad en la visión y la memoria como una máquina de lo inacabable. En este sentido y en primer lugar, la visión que se ocupa de la bandera no será la misma cuando se exija verla en llamas. El movimiento del fotograma-a-fotograma, el tiempo que supone el uso de ese material mismo a modo de archivo, la luz que se precisa para reproducir la imagen, todo se transforma. De una imagen en movimiento a una imagen detenida, lo que se mueve se transporta de dentro de la imagen hacia su superficie, esto es, ya no se mueve la bandera sino el material cuando se quema. Tampoco corresponde hablar de tiempo en sentido cronológico, en el de la Historia: al haberse quemado la bandera sólo podemos retenerla por la visión precedente y a la vez no podemos, ya que no se trata de la misma bandera ni del mismo fotograma, ya ni siquiera de la bandera de Eugenio Py sino la de la maquinaria completa de toda la instalación, ‹‹es la imagen del tiempo y el tiempo de la imagen; la causa de su irreversibilidad es la articulación de la irreversibilidad del tiempo, de la naturaleza del negativo y de las condiciones de su obtención››. Pero las condiciones de la obtención ya no pueden ser las de la filmación de 1897 sino las que compone Denegri y se obtienen a través de la lámpara que reproduce a la vez que quema. El ojo deberá adaptar su régimen de visión para ver un primer imposible: la imagen quemada, lo que no se ve en ella; y en segundo lugar, el otro imposible: el tiempo en su totalidad, el pasado, el presente y el futuro a la vez o el archivo, la nueva filmación y el fuego, todo al mismo tiempo. 

Finalmente, solo hay una posibilidad para no quemarse por completo, para poder seguir viendo las imágenes con los regímenes que ellas le exijan a la visión. Nos queda pendiente lo inacabable en la fotograficidad, también la memoria. Pero algo creemos que ya hemos adelantado, y es que si el ojo debe hacer un esfuerzo por ver la historia sin una ordenación temporal de calendario –es decir, ver una imagen que no sea el presente en el que se apoyan el pasado y el futuro–, la memoria ya no podrá ir al pasado o al recuerdo para repetir sus operaciones. En este sentido, el uso de la memoria desconfigura el presente para lanzarlo hacia el futuro, no solo se abre en dos (presente actual y presente antiguo) sino en tres: la tríada temporal que ya conocemos, pasado, presente y futuro, pero a la vez. La memoria ya no será solo del recuerdo sino más bien de la imagen.

Pero un ser que evoluciona más o menos libremente crea a cada momento algo nuevo: sería pues en vano que se buscara leer su pasado en su presente si el pasado no se depositara en él en estado de recuerdo. De este modo […] es preciso que por razones similares el pasado sea actuado por la materia, imaginado por el espíritu.

Se trata del mismo sentido de memoria que está implícito en la ‹‹tradición de los oprimidos›› de Benjamin, no el del recuerdo del pasado sino el del pasado que nunca ha llegado a ser, la memoria de los imposibles, potencia de nuevos posibles. En ese par de imposibilidades, de fracasos que ha sufrido la imagen, un funcionamiento que extraiga lo que ellas le exijan será el peligro a correr para que se desplieguen nuevas potencias de lo sensible.

BIBLIOGRAFÍA

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La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, trad. de F. Santos. Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Godot Argentina, 2019.

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