El cine de terror argentino vive un momento de reconocimiento local e internacional nunca antes imaginado. La calidad de sus propuestas, tanto a nivel narrativo como a nivel técnico y estético, es en gran parte el resultado de un trabajo perseverante y prolongado en el tiempo, especialmente a partir de la aparición a fines de los años ‘90 de una camada de realizadores que llevaron adelante sus sueños sangrientos, su amor por el miedo y la fantasía, pese a la falta de interés institucional y a los pocos recursos económicos que poseían.

La autogestión y el amor por el cine –en este caso, por un género tan particular como el terror- condujo a muchos de estos cineastas a un presente sumamente alentador, concreto, en el que propuestas perturbadoras como “Cuando la maldad acecha”, de Damián Rugna, lograron éxitos de taquilla inesperados (más de 300 mil espectadores en ese caso), estrenos en plataformas online, además de premios y reconocimientos en diversos festivales internacionales. 

Es un movimiento sumamente rico y vivaz, que superó con imaginación e inteligencia la falta de atención periodística y de medios financieros. Su origen es difícil de señalar con certeza, pero podría hallarse en “Sueño profundo” (1997) y “La última cena” (1999), los primeros cortometrajes que Daniel De la Vega filmó mientras cursaba sus estudios en la Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica (Enerc). O también, por qué no, en “Plaga zombie” (1997), la sorprendente obra clase B filmada artesanalmente por un grupo de amigos amantes del cine de terror conducidos por Pablo Parés y Hernán Sáez, que generó una exitosa saga y provocó una revolución creativa en el cine de género argentino.

La inercia innovadora provocada por estos jóvenes irreverentes (por ir contra el status quo y filmar a pesar de todo, contra viento y marea) siguió con obras emblemáticas como “Habitaciones para turistas” (2005), de los hermanos Adrián y Ramiro García Bogliano, y se perpetua en la actualidad con las recientes “Muere monstruo, muere”, de Alejandro Fadel, “Historia de lo oculto”, de Cristian Ponce, “Los olvidados”, de los hermanos Nicolás y Luciano Onetti, “Los que vuelven”, de Laura Casabé, y “Necrofobia” y “Ataúd blanco”, ambas del mismo De la Vega.

En la misma línea, de manera silenciosa pero sostenida, Gonzalo Calzada viene explorando el universo fantástico desde sus primeros cortometrajes en la Universidad del Cine de Buenos Aires, a donde compartió sus estudios con cineastas de renombre internacional como Pablo Trapero, Bruno Stagnaro y nada menos que Andrés Muschietti, otro cultor del género fantástico, el terror y la fantasmagoría desde su cortometraje “Fierrochifle”, en 1994, al que siguieron luego films como “Mamá”, “It” y “Flash”. 

Calzada se inscribe en esa tradición, y la mantiene viva con obras aterradoras que encierran una enorme pasión y mucho riesgo estético y técnico. “La puerta” (1994), “El milagro de la sangre” (1996), “Valdemar” (2000) y “Mandinga” (2002), son cuatro cortos filmados en 16 milímetros en los que comenzó a delinear un estilo sumamente personal marcado por historias sobrenaturales y el uso creativo de la cámara y los procesos fotoquímicos para crear atmósferas opresivas y situaciones narrativas de extrañamiento y terror. 

El trabajo de Calzada va mucho más allá de la superficie amenazante de sus historias, ya que desde sus inicios reflexiona y lleva adelante una investigación minuciosa acerca de las propiedades expresivas –y alquímicas- del material fílmico, la incertidumbre que implican sus procesos manuales y la posibilidad cierta –siempre inquietante aunque bienvenida- de errores y azares. 

Con esos criterios de valoración de la imagen fotoquímica, el cineasta desarrolló los siete largometrajes que filmó hasta la fecha: “Luisa” (2009), “La plegaria del vidente” (2012), “Resurrección” (2015), “Luciferina” (2018), “Nocturna Lado A. La noche del hombre grande” y “Nocturna Lado B. Donde los elefantes van a morir” (2021) y “Lipán” (2023).

“Lo fotoquímico nos permite evidenciar la imagen tangible, que además es un misterio. Podemos controlar el proceso hasta un punto, pero lo más interesante es justamente lo que no podemos controlar, aquello que se nos escapa, porque ahí aparece lo poético, se atrapa lo que ocurre, se captura el tiempo. Y el film se materializa como una obra poética”, explicó Calzada.

El cineasta puso en práctica, en ambas versiones de “Nocturna”, un sinnúmero de recursos fotográficos en 16 y Super 8 milímetros para representar el horror de un anciano solitario perdido en la nebulosa de sus recuerdos, la paranoia, el encierro y el miedo a los espectros que moran en los pasillos de su edificio, tan asfixiante y amenazante como el condominio de ‘El inquilino” (1976), el gran film de terror psicológico de Roman Polanski.

Calzada afirma que “la elección del fílmico era la posibilidad de materializar en forma orgánica la degradación, la pérdida de la memoria, la confusión perceptiva del personaje y lo que va quedando en las paredes, lo espectral, las grietas en el celuloide y las grietas de los espacios en los que habita Ulises”, el anciano solitario interpretado por el recordado Pepe Soriano, cuya sensibilidad perceptiva se va agudizando con la edad.

Basado en su propia novela, Calzada trabaja sobre la claustrofobia y la desesperación de un anciano acosado por los fantasmas del pasado, la soledad, la nostalgia y, especialmente, por los espectros de su esposa (una inquietante Marilú Marini) y de una vecina –fotógrafa y pianista- que tiempo atrás se quitó la vida arrojándose al vacío y estrellándose en el patio interno de su departamento. 

La utilización de cámaras analógicas de 16 y Super 8 milímetros le permitieron al cineasta generar efectos sumamente atractivos, a través de los mecanismos propios de esas máquinas, como la posibilidad de filmar cuadro por cuadro o trabajar con obturaciones variables y sobreimpresiones para plasmar de forma espectacular lo fantasmagórico, el movimiento aterrador de los espectros, pero de manera fotográfica, sin apelar nunca a trucos o efectos especiales de postproducción. 

Se trata de una decisión estética y formal muy acertada para este tipo de películas de género fantástico, que mantiene vivo un legado histórico cinematográfico –técnico y narrativo- que nace en la primera etapa del siglo XX, con la obra incipiente de autores de gran trascendencia mundial como Jean Epstein (“La caída de la casa Usher”, 1928, basada en el cuento homónimo de Edgar Allan Poe) y Germain Dulac (“La caracola y el clérigo”, 1928, con guión de Antonin Artaud). 

De esos autores, Calzada mantiene el interés por las posibilidades mecánicas de la cámara fílmica (cámara lenta, en reversa, obturaciones variables, sobreimpresiones, cuadro por cuadro), pensando y ensayando siempre formas novedosas de generar imágenes táctiles, plagadas de texturas, velos, suciedades, que lejos de sentirse como errores fortalecen la narración y la atmósfera siniestra de sus historias, dándole un carácter corpóreo al terror. Casi como si el miedo pudiera tocarse y sentirse en carne propia al mismo tiempo que se desarrolla en la pantalla. 

“En términos técnicos, el celuloide siempre me fascinó. Esa sensación viene de lo tangible. Cuando era joven hacía mis propias diapositivas, tenía un proyector, y me dolió mucho con el tiempo la pérdida de la materialidad, que está en todo, en las latas, en el material e incluso en el ruido de la cámara, que envuelve a los actores y es como si se estuviera atrapando el tiempo. De hecho, en ‘Nocturna” filmamos a 18 cuadros por segundo para darle otra velocidad a la captura del tiempo”, recordó Calzada.

Para el cineasta, además de otorgarle una materialidad táctil al resultado, el uso de película fílmica “es como volver al concepto de la no reproductividad técnica del arte, algo así como devolverle su aura al film, recuperar algo que se fue perdiendo en los avances digitales y en esa posibilidad de copiado infinito. Con el film, en cambio, se recupera eso que es único, aquello que ocurre en un momento determinado y que no puede repetirse”.

¿Con qué emulsiones y cámaras trabajaste para filmar “Nocturna”? ¿Por qué?

Filmamos con película reversible Ektachrome (color) y Tri-X (blanco y negro), y también con negativo color 500 T. Para el material de 16 milímetros usamos la cámara Arri BL de la Universidad del Cine, a propósito, porque la idea era hacerse cargo de las marcas propias de la emulsión. De esa manera estábamos conectados con la degradación del cuerpo del protagonista, ya que el material fílmico simbolizaba un poco eso. Para lograrlo trabajamos mucho con la materialidad y la agudización de ciertos efectos artesanales, como abrir un poco la cámara para generar veladuras, usar lentes con hongos y no limpiar la cámara. Y para el material Super 8 usamos tres cámaras diferentes, una Canon, una Chinon y una Minolta.

¿Ya habías trabajado con el formato de paso reducido de Super 8 milímetros?

Volví al Super 8 con “Nocturna”. Ya había hecho Super 8 en Córdoba en los años ‘80. Es un formato que, al igual que el 16 milímetros, le da un carácter más humano al proceso, ya que el celuloide responde al tacto. Creo que el formato fílmico debe responder a un concepto y no ser usado porque este de moda o porque sea cool. Por ejemplo, en mi última película sobre el artista Tomás Lipán, me parecía que el fílmico era lo más adecuado para registrar a un tipo que se vincula tanto con la tierra. Para mi el celuloide representa el cuerpo, lo tangible, lo que puedo tocar. Y es justamente por eso que usé el formato Super 8. No porque quede lindo, sino porque hay una conexión directa con ese contacto tan estrecho con la tierra de Lipán. Fue como una forma de ofrendar algo. En este caso, un pedazo de celuloide.

¿Cuáles son los criterios entonces que te llevan a trabajar con material fílmico?

Es algo que no tiene que ver con la moda o la nostalgia, sino con algo más conceptual. Todos atravesamos los avances y cambios tecnológicos, por eso mi mirada es que el celuloide es una imagen/cuerpo, imagen que tiene cuerpo y materialidad. En “Nocturna”, donde registré a Pepe Soriano, hay parte de su cuerpo y de su alma, algo que se impregna en el celuloide. Algo que recuerda al cuento “El retrato oval”, de Edgar Alan Poe. Lo fílmico en “Nocturna” es algo más simbólico: es el cuerpo en degradación, la repetición y el bucle del espíritu de su vecina que no reconoce su condición de espectro y no puede salir de ese bucle hasta que alguien como Ulises se lo hace ver. Siempre intento que haya un concepto detrás de cada uso que hago del material fílmico.

¿Cuál fue tu primer acercamiento al trabajo con materiales fílmicos?

Mi primer trabajo con 16 milímetros fue un cortometraje curricular que hice en 1994 cuando estudiaba en la Universidad del Cine. Se llama “La puerta”, y narra el drama de un hombre encerrado en un bucle de película. Está atrapado en el celuloide. Y ahí fue cuando empecé a comprender que el formato forma parte del proceso estético, no es un soporte solamente, sino que es algo que funciona haciéndolo evidente. Además, 

“La puerta” fue el primer corto en 16 milímetros blanco y negro revelado en el laboratorio de la universidad, que había sido puesto en funcionamiento por Cobi Migliora. Fueron cinco rollos de 16 milímetros blanco y negro. Hubo una pequeña falla en el revelado y me decían que el material había quedado inservible, pero para mi estaba mucho mejor de lo que esperaba y así fue que lo usamos creativamente.

¿Cómo surgió la idea de hacer un Lado B de “Nocturna” con sobreimpresiones, veladuras, cambios de velocidad, cuadro por cuadro, pruebas y ensayos visuales que finalmente no quedaron en la parte principal?

Durante la filmación de “Nocturna” hicimos varios ejercicios de improvisación con los actores en Super 8 y 16 milímetros, pero no sabíamos qué iba a pasar ni qué íbamos a hacer con eso. Finalmente quedaron afuera de la historia principal. Pero yo insistía en que quería hacer un lado B, porque la película se basaba en mi propia novela, que de alguna manera es un texto en espejo con dos partes: una mirada objetiva/narrativa y otra subjetiva, que representa el fluir de la consciencia de Ulises.

Me fui dando cuenta que la cara B de “Nocturna” es una contestación a la cara A, donde se narra prolijamente una historia, mientras que la B es una reflexión acerca de uno mismo, una contestación lúdica al carácter comercial de la parte A. De esa manera se confrontan dos modelos estéticos que se complementan, dialogan, no se anulan. No son películas separadas sino diferentes maneras de ver la realidad. Por suerte pude pasarlas juntas en el Buenos Aires Rojo Sangre y en el Festival Macabro de México.

¿A qué atribuís el uso que muchos cineastas hacen hoy del material fílmico?

Es una cuestión cíclica, hay como un eterno volver del fílmico, que está vivo. Algo así como la figura alquímica del Ouroboro, que es un dragón mordiendo su propia cola. Sin embargo, no se vuelve al fílmico por la nostalgia, se vuelve porque tenemos cuerpo. Ingmar Bergman decía que el sentido del cine es el tacto. Los rollos existen, y ahí están atrapados los actores. No están en una virtualidad o en un disco rígido. El uso del film es una manera de ver la vida frente a la inmaterialidad de la tendencia actual. Está la idea de dejar grabado en el film nuestra propia grafía, y eso tiene un carácter aurático, ya que queda algo ahí pregnante. Creo que eso hay que recuperarlo.

¿Se puede decir que trabajar con fílmico es hacer un poco de alquimia?

Creo que el proceso fílmico es muy alquímico. Hay una analogía directa entre alquimia y cine. El plomo se transforma en oro. El film se transforma en otra cosa. Se re-vela y ocurre algo. Tenés una imagen en latencia que no sabés qué va a pasar, pero que se puede transformar y entonces esos haluros de plata se revelan y transforman con el tiempo, como en la alquimia. Todo es un ritual. El material esconde una nobleza. 

¿Lo mismo podría decirse de la cámara y los elementos mecánicos que rodean el proceso fílmico?

Toda la aparatología del cine es simbólica, hasta los carretes y las cámaras tienen formas simbólicas. Toda esa simbología también se va perdiendo. La linterna mágica fue reemplazada por otros dispositivos más fríos y matemáticos. La linterna es la cámara oscura y la caverna de Platón. Siempre hay un cuerpo que responde. En las sombras chinescas están las manos que hacen las figuras, en lo digital no. Todo está vinculado al trabajo físico, corporal. La emulsión y el celuloide te pueden lastimar, te puedo quemar o cortar. El mismo negativo tiene corrosión, se degrada, se fosiliza, se transforma en polvo. Se ha perdido la intensidad de eso en la actualidad. Se perdió la locura de la vanguardia, la reivindicación de la pasión, el sacrificio y el enamoramiento del fílmico. Por eso creo que debemos pasarle ese fuego a las nuevas generaciones, para que lo usen y lo mantengan vivo.