Entrevista - Paula Pellejero

Pensar la imagen en movimiento no siempre es igual. A pesar de la estandarización del

movimiento que supuso el dispositivo cinematográfico a priori y desde sus inicios, Paula

Pellejero encuentra espacios para hacer del material fílmico un lienzo – recurriendo a

técnicas de barrido de la imagen original- un soporte que como tal permita sostener sus

investigaciones de color y textura.

Desde su época como estudiante en la Escuela Nacional Prilidiano Pueyrredón durante la

década de los noventa, la imagen en Paula se empezó a vincular con el movimiento de

distintos modos.

El primero de ellos fue el video arte, práctica poco visitada en su formación académica y

que solo llegó a ella gracias a una amiga. Habiendo terminado su carrera, se decidió por

emprender un proyecto documental sobre una artista con una cámara en Super 8. La

premisa que guiaba este trabajo era filmar lo que acontecía. Sin embargo, el proyecto no

resultó como se esperaba – fue un desastre- asegura Paula, y fue abandonado, al menos

por un tiempo.

Otro de los modos de trabajo con fílmicos fue la intervención de material de archivo. De

la mano de un grupo de amigos llegaron películas pornográficas en Super 8 que Paula

intervino con pigmentos proveniente de plantas (técnica que acompañaría a muchos de

sus proyectos posteriores) buscando una relación con el color a partir de la

experimentación con elementos de su cotidianeidad, como así también, la utilización de

sangre menstrual. El material orgánico para la realización de pigmentos naturales

apareció a partir de estas búsquedas y desde ese momento, nunca lo abandonó.

Según Paula, su producción audiovisual siempre se vinculó con su producción plástica,

pero implicaba otra forma de pensar y de relacionarse con los objetos. Le interesaba el

estudio de la imagen en movimiento en relación con las posibilidades de performatividad

de las figuras.

Dentro de sus proyectos, realizó también una residencia en Mar del Plata lo que le

permitió experimentar con algas marinas, las cuales incorporó a sus películas. Sin

embargo, hay un proyecto que acompaña a Paula hace varios años y que se ve

materializado de distintas formas en sus trabajos. Una investigación sobre viviendas

demolidas en Ingeniero White de donde es oriunda su familia paterna y, a su vez,

motorizada por la desaparición material de la casa de su abuela que había sido demolida

debido a los efectos de la actividad industrial de la zona.

Actualmente Paula piensa su producción audiovisual como instalaciones o pinturas en

movimiento. En cuanto al sonido, también es un elemento importante en sus trabajos ya

que en muchos de ellos empezó a cobrar una progresiva relevancia. A partir de su

incursión con material fílmico de 16 mm, buscó incluir la sonoridad de los materiales con

los que trabajaba. Los elementos orgánicos adheridos al soporte fílmico, pasados por el

proyector, y su vez por las manos de Paula, dio lugar a que se expresaran sonoramente a

partir de un ritmo propio que iba más allá de las posibilidades del ritmo continuo del

proyector.

Hoy en día Paula es invitada a distintos espacios educativos y expositivos en donde sus

películas parecieran, al menos durante lo que dure la proyección, tener autonomía de sus

trabajos plásticos, sin embargo, es importante tener en cuenta las redes tejidas entre sus

distintas producciones, no para darles un valor que por sí solas ya tienen, sino más bien

para experimentar las cualidades y pequeños estratos del mundo orgánico y microscópico

que nos rodean, que las proyecciones amplifican y Paula nos invita a descubrir.

El universo fílmico de Gonzalo Calzada dentro del género fantástico.

Por Paulo Pécora

El cine de terror argentino vive un momento de reconocimiento local e
internacional nunca antes imaginado. La calidad de sus propuestas, tanto a nivel
narrativo como a nivel técnico y estético, es en gran parte el resultado de un
trabajo perseverante y prolongado en el tiempo, especialmente a partir de la
aparición a fines de los años ‘90 de una camada de realizadores que llevaron
adelante sus sueños sangrientos, su amor por el miedo y la fantasía, pese a la
falta de interés institucional y a los pocos recursos económicos que poseían.
La autogestión y el amor por el cine –en este caso, por un género tan particular
como el terror- condujo a muchos de estos cineastas a un presente sumamente
alentador, concreto, en el que propuestas perturbadoras como “Cuando la
maldad acecha”, de Damián Rugna, lograron éxitos de taquilla inesperados (más
de 300 mil espectadores en ese caso), estrenos en plataformas online, además de
premios y reconocimientos en diversos festivales internacionales.
Es un movimiento sumamente rico y vivaz, que superó con imaginación e
inteligencia la falta de atención periodística y de medios financieros. Su origen es
difícil de señalar con certeza, pero podría hallarse en “Sueño profundo” (1997) y
“La última cena” (1999), los primeros cortometrajes que Daniel De la Vega filmó
mientras cursaba sus estudios en la Escuela Nacional de Experimentación y
Realización Cinematográfica (Enerc). O también, por qué no, en “Plaga zombie”
(1997), la sorprendente obra clase B filmada artesanalmente por un grupo de
amigos amantes del cine de terror conducidos por Pablo Parés y Hernán Sáez,
que generó una exitosa saga y provocó una revolución creativa en el cine de
género argentino.
La inercia innovadora provocada por estos jóvenes irreverentes (por ir contra el
status quo y filmar a pesar de todo, contra viento y marea) siguió con obras
emblemáticas como “Habitaciones para turistas” (2005), de los hermanos Adrián
y Ramiro García Bogliano, y se perpetua en la actualidad con las recientes “Muere
monstruo, muere”, de Alejandro Fadel, “Historia de lo oculto”, de Cristian Ponce,
“Los olvidados”, de los hermanos Nicolás y Luciano Onetti, “Los que vuelven”, de
Laura Casabé, y “Necrofobia” y “Ataúd blanco”, ambas del mismo De la Vega.
En la misma línea, de manera silenciosa pero sostenida, Gonzalo Calzada viene
explorando el universo fantástico desde sus primeros cortometrajes en la
Universidad del Cine de Buenos Aires, a donde compartió sus estudios con
cineastas de renombre internacional como Pablo Trapero, Bruno Stagnaro y
nada menos que Andrés Muschietti, otro cultor del género fantástico, el terror y
la fantasmagoría desde su cortometraje “Fierrochifle”, en 1994, al que siguieron
luego films como “Mamá”, “It” y “Flash”.
Calzada se inscribe en esa tradición, y la mantiene viva con obras aterradoras
que encierran una enorme pasión y mucho riesgo estético y técnico. “La puerta”
(1994), “El milagro de la sangre” (1996), “Valdemar” (2000) y “Mandinga”
(2002), son cuatro cortos filmados en 16 milímetros en los que comenzó a
delinear un estilo sumamente personal marcado por historias sobrenaturales y
el uso creativo de la cámara y los procesos fotoquímicos para crear atmósferas
opresivas y situaciones narrativas de extrañamiento y terror.
El trabajo de Calzada va mucho más allá de la superficie amenazante de sus
historias, ya que desde sus inicios reflexiona y lleva adelante una investigación

minuciosa acerca de las propiedades expresivas –y alquímicas- del material
fílmico, la incertidumbre que implican sus procesos manuales y la posibilidad
cierta –siempre inquietante aunque bienvenida- de errores y azares.
Con esos criterios de valoración de la imagen fotoquímica, el cineasta desarrolló
los siete largometrajes que filmó hasta la fecha: “Luisa” (2009), “La plegaria del
vidente” (2012), “Resurrección” (2015), “Luciferina” (2018), “Nocturna Lado A.
La noche del hombre grande” y “Nocturna Lado B. Donde los elefantes van a
morir” (2021) y “Lipán” (2023).
“Lo fotoquímico nos permite evidenciar la imagen tangible, que además es un
misterio. Podemos controlar el proceso hasta un punto, pero lo más interesante
es justamente lo que no podemos controlar, aquello que se nos escapa, porque
ahí aparece lo poético, se atrapa lo que ocurre, se captura el tiempo. Y el film se
materializa como una obra poética”, explicó Calzada.
El cineasta puso en práctica en el lado B de “Nocturna” un sinnúmero de recursos
fotográficos en 16 y Super 8 milímetros para representar el horror de un anciano
solitario perdido en la nebulosa de sus recuerdos, la paranoia, el encierro y el
miedo a los espectros que moran en los pasillos de su edificio, tan asfixiante y
amenazante como el condominio de ‘El inquilino” (1976), el gran film de terror
psicológico de Roman Polanski.
Calzada afirma que “la elección del fílmico era la posibilidad de materializar en
forma orgánica la degradación, la pérdida de la memoria, la confusión perceptiva
del personaje y lo que va quedando en las paredes, lo espectral, las grietas en el
celuloide y las grietas de los espacios en los que habita Ulises”, el anciano
solitario interpretado por el recordado Pepe Soriano, cuya sensibilidad
perceptiva se va agudizando con la edad.
Basado en su propia novela, Calzada trabaja sobre la claustrofobia y la
desesperación de un anciano acosado por los fantasmas del pasado, la soledad, la
nostalgia y, especialmente, por los espectros de su esposa (una inquietante
Marilú Marini) y de una vecina –fotógrafa y pianista- que tiempo atrás se quitó la
vida arrojándose al vacío y estrellándose en el patio interno de su departamento.
La utilización de cámaras analógicas de 16 y Super 8 milímetros le permitieron al
cineasta generar efectos sumamente atractivos, a través de los mecanismos
propios de esas máquinas, como la posibilidad de filmar cuadro por cuadro o
trabajar con obturaciones variables y sobreimpresiones para plasmar de forma
espectacular lo fantasmagórico, el movimiento aterrador de los espectros, pero
de manera fotográfica, sin apelar nunca a trucos o efectos especiales de
postproducción.
Se trata de una decisión estética y formal muy acertada para este tipo de
películas de género fantástico, que mantiene vivo un legado histórico
cinematográfico –técnico y narrativo- que nace en la primera etapa del siglo XX,
con la obra incipiente de autores de gran trascendencia mundial como Jean
Epstein (“La caída de la casa Usher”, 1928, basada en el cuento homónimo de
Edgar Allan Poe) y Germain Dulac (“La caracola y el clérigo”, 1928, con guión de
Antonin Artaud).
De esos autores, Calzada mantiene el interés por las posibilidades mecánicas de
la cámara fílmica (cámara lenta, en reversa, obturaciones variables,
sobreimpresiones, cuadro por cuadro), pensando y ensayando siempre formas
novedosas de generar imágenes táctiles, plagadas de texturas, velos, suciedades,
que lejos de sentirse como errores fortalecen la narración y la atmósfera

siniestra de sus historias, dándole un carácter corpóreo al terror. Casi como si el
miedo pudiera tocarse y sentirse en carne propia al mismo tiempo que se
desarrolla en la pantalla.
“En términos técnicos, el celuloide siempre me fascinó. Esa sensación viene de lo
tangible. Cuando era joven hacía mis propias diapositivas, tenía un proyector, y
me dolió mucho con el tiempo la pérdida de la materialidad, que está en todo, en
las latas, en el material e incluso en el ruido de la cámara, que envuelve a los
actores y es como si se estuviera atrapando el tiempo. De hecho, en ‘Nocturna”
filmamos a 18 cuadros por segundo para darle otra velocidad a la captura del
tiempo”, recordó Calzada.
Para el cineasta, además de otorgarle una materialidad táctil al resultado, el uso
de película fílmica “es como volver al concepto de la no reproductividad técnica
del arte, algo así como devolverle su aura al film, recuperar algo que se fue
perdiendo en los avances digitales y en esa posibilidad de copiado infinito. Con el
film, en cambio, se recupera eso que es único, aquello que ocurre en un momento
determinado y que no puede repetirse”.
¿Con qué emulsiones y cámaras trabajaste para filmar “Nocturna”? ¿Por
qué?
Filmamos con película reversible Ektachrome (color) y Tri-X (blanco y negro), y
también con negativo color 500 T. Para el material de 16 milímetros usamos la
cámara Arri BL de la Universidad del Cine, a propósito, porque la idea era
hacerse cargo de las marcas propias de la emulsión. De esa manera estábamos
conectados con la degradación del cuerpo del protagonista, ya que el material
fílmico simbolizaba un poco eso. Para lograrlo trabajamos mucho con la
materialidad y la agudización de ciertos efectos artesanales, como abrir un poco
la cámara para generar veladuras, usar lentes con hongos y no limpiar la cámara.
Y para el material Super 8 usamos tres cámaras diferentes, una Canon, una
Chinon y una Minolta.
¿Ya habías trabajado con el formato de paso reducido de Super 8
milímetros?
Volví al Super 8 con “Nocturna”. Ya había hecho Super 8 en Córdoba en los años
‘80. Es un formato que, al igual que el 16 milímetros, le da un carácter más
humano al proceso, ya que el celuloide responde al tacto. Creo que el formato
fílmico debe responder a un concepto. Por ejemplo, en mi última película sobre el
artista Tomás Lipán, me parecía que el fílmico era lo más adecuado para
registrar a un tipo que se vincula tanto con la tierra. Para mi el celuloide
representa el cuerpo, lo tangible, lo que puedo tocar. Y es justamente por eso que
usé el formato Super 8. No porque quede lindo, sino porque hay una conexión
directa con ese contacto tan estrecho con la tierra de Lipán. Fue como una forma
de ofrendar algo. En este caso, un pedazo de celuloide.
¿Cuáles son los criterios entonces que te llevan a trabajar con material
fílmico?
Es algo que no tiene que ver con la moda o la nostalgia, sino con algo más
conceptual. Todos atravesamos los avances y cambios tecnológicos, por eso mi
mirada es que el celuloide es una imagen/cuerpo, imagen que tiene cuerpo y
materialidad. En “Nocturna”, donde registré a Pepe Soriano, hay parte de su

cuerpo y de su alma, algo que se impregna en el celuloide. Algo que recuerda al
cuento “El retrato oval”, de Edgar Alan Poe. Lo fílmico en “Nocturna” es algo más
simbólico: es el cuerpo en degradación, la repetición y el bucle del espíritu de su
vecina que no reconoce su condición de espectro y no puede salir de ese bucle
hasta que alguien como Ulises se lo hace ver. Siempre intento que haya un
concepto detrás de cada uso que hago del material fílmico.
¿Cuál fue tu primer acercamiento al trabajo con materiales fílmicos?
Mi primer trabajo con 16 milímetros fue un cortometraje curricular que hice en
1994 cuando estudiaba en la Universidad del Cine. Se llama “La puerta”, y narra
el drama de un hombre encerrado en un bucle de película. Está atrapado en el
celuloide. Y ahí fue cuando empecé a comprender que el formato forma parte del
proceso estético, no es un soporte solamente, sino que es algo que funciona
haciéndolo evidente. Además,
“La puerta” fue el primer corto en 16 milímetros blanco y negro revelado en el
laboratorio de la universidad, que había sido puesto en funcionamiento por Cobi
Migliora. Fueron cinco rollos de 16 milímetros blanco y negro. Hubo una
pequeña falla en el revelado y me decían que el material había quedado
inservible, pero para mi estaba mucho mejor de lo que esperaba y así fue que lo
usamos creativamente.
¿Cómo surgió la idea de hacer un Lado B de “Nocturna” con
sobreimpresiones, veladuras, cambios de velocidad, cuadro por cuadro,
pruebas y ensayos visuales que finalmente no quedaron en la parte
principal?
Durante la filmación de “Nocturna” hicimos varios ejercicios de improvisación
con los actores en Super 8 y 16 milímetros, pero no sabíamos qué iba a pasar ni
qué íbamos a hacer con eso. Finalmente quedaron afuera de la historia principal.
Pero yo insistía en que quería hacer un lado B, porque la película se basaba en mi
propia novela, que de alguna manera es un texto en espejo con dos partes: una
mirada objetiva/narrativa y otra subjetiva, que representa el fluir de la
consciencia de Ulises.
Me fui dando cuenta que la cara B de “Nocturna” es una contestación a la cara A,
donde se narra prolijamente una historia, mientras que la B es una reflexión
acerca de uno mismo, una contestación lúdica al carácter comercial de la parte A.
De esa manera se confrontan dos modelos estéticos que se complementan,
dialogan, no se anulan. No son películas separadas sino diferentes maneras de
ver la realidad. Por suerte pude pasarlas juntas en el Buenos Aires Rojo Sangre y
en el Festival Macabro de México.

¿A qué atribuís el uso que muchos cineastas hacen hoy del material
fílmico?
Es una cuestión cíclica, hay como un eterno volver del fílmico, que está vivo. Algo
así como la figura alquímica del Ouroboro, que es un dragón mordiendo su
propia cola. Sin embargo, no se vuelve al fílmico por la nostalgia, se vuelve
porque tenemos cuerpo. Ingmar Bergman decía que el sentido del cine es el
tacto. Los rollos existen, y ahí están atrapados los actores. No están en una
virtualidad o en un disco rígido. El uso del film es una manera de ver la vida
frente a la inmaterialidad de la tendencia actual. Está la idea de dejar grabado en

el film nuestra propia grafía, y eso tiene un carácter aurático, ya que queda algo
ahí pregnante. Creo que eso hay que recuperarlo.
¿Se puede decir que trabajar con fílmico es hacer un poco de alquimia?
Creo que el proceso fílmico es muy alquímico. Hay una analogía directa entre
alquimia y cine. El plomo se transforma en oro. El film se transforma en otra
cosa. Se re-vela y ocurre algo. Tenés una imagen en latencia que no sabés qué va
a pasar, pero que se puede transformar y entonces esos haluros de plata se
revelan y transforman con el tiempo, como en la alquimia. Todo es un ritual. El
material esconde una nobleza.
¿Lo mismo podría decirse de la cámara y los elementos mecánicos que
rodean el proceso fílmico?
Toda la aparatología del cine es simbólica, hasta los carretes y las cámaras tienen
formas simbólicas. Toda esa simbología también se va perdiendo. La linterna
mágica fue reemplazada por otros dispositivos más fríos y matemáticos. La
linterna es la cámara oscura y la caverna de Platón. Siempre hay un cuerpo que
responde. En las sombras chinescas están las manos que hacen las figuras, en lo
digital no. Todo está vinculado al trabajo físico, corporal. La emulsión y el
celuloide te pueden lastimar, te puedo quemar o cortar. El mismo negativo tiene
corrosión, se degrada, se fosiliza, se transforma en polvo. Se ha perdido la
intensidad de eso en la actualidad. Se perdió la locura de la vanguardia, la
reivindicación de la pasión, el sacrificio y el enamoramiento del fílmico. Por eso
creo que debemos pasarle ese fuego a las nuevas generaciones, para que lo usen
y lo mantengan vivo.

Lo que sigue es un fragmento del guión original de Gonzalo Calzada para el Lado
B de “Nocturna”, que lleva como título: “Donde los elefantes van a morir”.
Escena 1
La cámara oscura / Elena monólogo intro (un manifiesto encubierto) / Todo este
texto va en off sobre un continuado de manchas y texturas de celuloide que
nunca terminan de tomar forma.
Los fantasmas tienen gravedad,
lo espectral viene de sus huesos, de los pelos, de las
uñas, la gangrena y los bordes mentales.
No hay fantasma que no haya tenido un cuerpo.
Por eso prefiero las cámaras viejas de rollo y emulsiones,
que las cámaras digitales que no saben susurrar.
Prefiero el artefacto que esconde sus reflejos solo con el
polvo, que huele y que puede escupir, morder, latir y
lastimar.
Extraño ese territorio del rollo traslúcido, el rito de
detener el tiempo y descender la habitación a una caverna
donde un dragón enciende los fantasmas de un ovillo de

SÚPER 8 a una pared que los recuerda y los vuelve a
olvidar.
Avanzar, detener, abrir, exponer, cerrar, avanzar, detener,
abrir, exponer, cerrar, avanzar, nacer, abrir, pelear,
exponer, amar, cerrar, morir, avanzar, nacer, abrir,
pelear, exponer, amar, morir, cerrar.
Por eso prefiero las imágenes con forma, las que puedo
tocar y ver a través del sol.
Así puedo reclamar al desamparo y rayar el recuerdo.
Petrificar los rostros que sonríen horribles (y tiernos) a
la lente.
Prender fuego el celuloide.
Herir la lámpara y clavar la sombra en la pared, para que
la ilusión quede atrapada y no haya más latidos.
Avanzar, detener, abrir, exponer, cerrar, avanzar, detener,
abrir, exponer, cerrar, avanzar, nacer, abrir, pelear,
exponer, amar, cerrar, morir, avanzar, nacer, abrir,
pelear, exponer, amar, morir, cerrar.
Algo me arrastra hacia adentro, es un deseo que no tiene
fondo y me espanta.
Por eso sigo buscando abrigo con la vieja cámara. Porque
puedo aferrarme a un rollo, cargarlo, saber que está ahí,
que es un cuerpo frágil como el mío: acetato, celulosa,
tejido de gelatina, cartílagos y huesos donde se esconden
los granos de plata que serán desvirgados de forma
misteriosa, impredecibles, igual que nuestro cuerpo cuando
lo exponemos al dolor.
Avanzar, detener, abrir, exponer, cerrar, avanzar, detener,
abrir, exponer, cerrar, avanzar, nacer, abrir, pelear,
exponer, amar, cerrar, morir, avanzar, nacer, abrir,
pelear, exponer, amar, morir, cerrar.
La cámara tiene que ser oscura para que entren las cosas en
su interior, un rollo no termina de nacer sino se revela, y
lo que es revelado ya no le pertenece a nadie.
En el celuloide no hay pixeles que ordenan las cosas, hay caos,
metamorfosis, pasión y también putrefacción. Cuerpos que
algún día esconderán el decoro devorados por los hongos,
que perderán el sentido de la huella acusando solo grietas,
manchas y polvo hasta volverse imágenes de una memoria sin
gravedad. Fantasmas.

El cine amateur como posibilidad poética

Entrevista a Daniela Cugliandolo

Por Marianina Pucci

Artista audiovisual argentina. Desde 2002 vive en Ibiza, España. Estudió música, teatro y cine. Su filmografía cuenta con más de 20 cortometrajes y videoclips, la mayoría filmado en Super 8. En el 2013 se hicieron 2 retrospectivas en Buenos Aires dedicadas a su obra, en el Fondo Nacional de las Artes y en la Universidad del Cine organizado por el Museo del cine Pablo C.Ducrós. Años anteriores se proyectaron como retrospectiva o monográficos en el 9º Bafici, el Festival Internacional de Mar del Plata, el MAMBA, el Centro Cultural Ricardo Rojas, la Fundación PROA, la galería Belleza y Felicidad, y la Alianza Francesa de Buenos Aires, también en la Cinemateca de Ecuador, el Centro de Cultura Contemporánea Barcelona, la Cinemateca de Saint Etienne (Francia), además de muestras de cine argentino y festivales de Súper 8 milímetros en España, Francia, Inglaterra, E.E.U.U, Alemania, Holanda, Suiza e Italia.



En tus comienzos, cómo fue ese pasaje de la música y el teatro al cine? ¿Conviven todas esas disciplinas en lo que haces o algunas van quedando más relegadas?

 

Ese pasaje fue casi de casualidad. Tenía que realizar una obra para acabar la carrera de Dirección de Teatro, pero en un giro de guión, en su lugar me convertí en directora de cine. Probé filmar en Súper 8 algunas escenas de “Las criadas”, de Jean Genet (devenidas en el corto “Las mucamas asesinas”) y me enamoré del formato. Mis otras pasiones, teatro y música están incluídas en los cortometrajes que hago, entre otras funcionalidades, de una tomo la síntesis del gesto dramático para narrar, de la otra el ritmo. Ya no volví a hacer teatro, pero seguí tocando en varios grupos hasta hace unos años.

 

¿A qué se debió la elección del formato Súper 8?

 

Hacía tiempo que tenía una cámara S8 comprada por mi hermana en una casa de remates, algo aparentemente inservible en los 90. Cuando el laboratorio Arcoiris comenzó a traer película y a revelarla en 1999, me atreví a filmar. Con el proyector de un amigo pude exhibir en fiestas, bares y conciertos. Como ví que gustaba filmé más, en total 20 cortometrajes realizando el montaje en cámara y 2 videoclips. Esto fue entre 1999 y 2001, antes de viajar a Barcelona.

 

¿Qué posibilidades formales y narrativas te aporta el super 8 que no lo hace otro formato? Cuál es su especificidad?

 

La fotografía me encanta, es lo que realmente me hace seguir eligiéndolo. En un primer momento me fascinó poder llevar la proyección donde quisiera, cuando quisiera y estar presente para intervenir el fílmico (cambiar la velocidad, dar marcha atrás) coordinando con la música que estuviera sonando. La duración de un rollito 3 minutos también me dió un marco para estructurar lo que quería mostrar de manera sintética y mi elección de montar en cámara le proporcionó algunas características derivadas, como la repetición de tomas, los títulos hechos a mano, la palabra fin colocada antes de que acabe la película. 

Ahora trabajo escaneando el material y editándolo en digital lo que me permite experimentar con la imagen y el sonido de forma más amplia Se multiplican las opciones, toca afinar la sensibilidad para elegir de otra manera.

 

¿Qué cámara y proyectores usas? 

 

La cámara es Minolta XL 42 sound, tendría que cambiarla porque ya está muy estropeada. Filmé con otras que no me gustaron tanto. Tengo 2 proyectores Yelmo Sound DS 630MS stereo que le compré en el 2001 a Daniel Vicino.

 

¿En cuanto a tu proceso creativo, cómo llegan tus ideas a materializarse en films? 

 

Muchas veces el entusiasmo emerge al ver la posibilidad de compartir una experiencia creativa con alguien querido, entonces las ideas acuden como imágenes en relación a un tema o un personaje, así desarrollo el guión. Después en el rodaje intento filmar lo pautado pero también incluyo otras escenas que puedan surgir en el momento. Finalmente en edición junto con el sonido dispongo un orden audiovisual, casi siempre caprichoso, en el que confío por intuición.

Me sirve dividir los cortos que fui haciendo en etapas. La primera, de 1999 a 2001 donde los realicé como retratos con mis amigues, hablábamos de algún personaje que les gustaría interpretar y como se lo imaginaban. Buscábamos el vestuario, elegíamos una localización exterior para filmar y el resto se hacía en mi casa/estudio de Temperley, donde tenía preparadas dos habitaciones/plató, una con fondo blanco, la otra con fondo negro. Entre 2001 y 2002 realicé una serie de 5 cortometrajes en color en diferentes ciudades de Europa, que si bien tenían a mis amigxs como personajes, las ciudades fueron fuente de inspiración y tomaron gran protagonismo. Así también los años siguientes en la ciudad de Barcelona. Ahora que vivo desde 2013 en Ibiza la naturaleza se impone en las imágenes y sonidos que elijo para componer.

 

Mirando tus películas veo que filmas en general con actores y el equipo es reducido. ¿Podés contar un poco cómo es tu trabajo con las personas que participan en tus films?

 

Encaro el rodaje como una puesta en escena, es importante para mí que quienes participamos estemos a gusto e intento y espero que surja algo de magia en el momento del registro. No me gusta nada filmar pensando solamente en el resultado final, cuido el instante en el que se está haciendo, lo vivo como un acto de amor.



¿De que tratan tus películas o tu obra en general? ¿Hay un hilo conductor que las enlaza de algún modo?

 

Qué dificil definirlo! De personas, de lugares, de mi punto de vista y mis sensaciones al respecto? 

 

En cuanto a lo formal y lo narrativo, ¿prevalece la forma por sobre la narración? El formato en Súper 8 te aporta posibilidades al respecto? 

 

Forma y contenido se resignifican sin duda. En mi caso utilizar el S8 durante tantos años como vehículo de expresión me dispuso a incorporar sus características sin tenerlas tan presentes. Creo que mis trabajos no experimentan tanto con las posibilidades del formato técnicamente hablando, sino más bien con cierta poesía posible en la belleza de su condición de cine amateur. 

 

¿Cómo ha sido tu relación con la edición?

 

Montar en cámara le daba al momento de rodaje la intensidad de lo único e irrepetible. Tenía que ser flexible para aceptar lo que no quedaba bien según lo planeado, pero por otro lado me beneficiaba de darlo por concluido, ya estaba hecho. En cambio en la edición digital se abren tantas posibilidades que me lleva mucho tiempo definir y dar por acabado un trabajo. Mientras tanto lo disfruto mucho, hago varias versiones, experimento con el error y lo aleatorio. El material se me presenta versátil, muy plástico. 

Ahora solamente edito de esta manera.

 

Realizaste un video clip para Divididos y otro para Rosario Bléfari. ¿Hay otros? ¿Cómo fue ese proceso de trabajo, tu relación con los músicos, la generación de la idea del film, las jornadas de trabajo?

 

El más destacado fue sin dudas el que realicé en 2010 para la canción “Cien hombres ni uno más”, de Nacho Umbert, en S8 pero casi íntegramente filmando videos de Youtube.

Con Divididos fue como un premio, en el año 2000 Ricardo Mollo había visto las proyecciones que hacía en formato original en el ciclo “Colección verano” organizado por los sellos Frágil Discos e Índice Virgen en Morocco y me convocaron para proyectar 2 cortometrajes: “Cocinero” y “Alicia, Lewis Carrol y el Tiempo”, para  la presentación del disco “Narigón del siglo” en el Luna Park. A raíz de eso me encargaron el videoclip para “Spaghetti del rock” y me dieron entera libertad para hacerlo, una experiencia inolvidable. 

El videoclip de Rosario Bléfari tiene que ver más con la amistad y la admiración por su música. En 2008 hicimos unas tomas en video en la casa/taller del pintor Matías Perego que me llevé para editar en Barcelona, pero finalmente trabajé con el material de un concierto grabado por Mafalda Barberis y el escaneo de un fílmico estropeado para “Tierra” del disco “Calendario”. En este, como en todos los videoclips que hice, Rosario me dió entera libertad de realización.

 

¿Quienes fueron tus influencias artísticas (cineastas, corrientes u otros) en tus comienzos y a lo largo de tu carrera como realizadora?

 

En los comienzos fui desconocedora del mundo del cine en general, con algunos cortometrajes ya realizados los comentarios de expertos que veían similitudes con mi trabajo me acercaron al llamado cine de vanguardia del S XX, surrealismo, expresionismo alemán, impresionismo francés, constructivismo soviético. Luego fue un coctel variopinto de artistes y creadores de diferentes disciplinas en lo que profundicé.

 

¿Cómo interviene el paisaje sonoro en tus films? 

 

Lo considero igual y en algunos momentos más importante que la imagen. Siempre me sorprende hasta qué punto lo que suena modifica la narrativa.

 

¿Podés contarnos de qué trata ese proyecto de cine sin cámara o cine pintado que empezaste a desarrollar en la pandemia? ¿Lo continuas en la actualidad?

 

Aquí en Ibiza dí un taller de cine sin cámara en el marco del Ibizacinefest y luego me dieron ganas de hacer una peliculita. Me visitó mi amiga ilustradora Sara Mutande y se lo propuse. Ella pintó todo el fílmico, quedó buenísimo, lo sumé en parte como textura en el cortometraje “Gaias”. Pero tenemos mucho material y nos queda pendiente hacer más cosas, estamos en eso.

 

¿Y sobre tu proceso formativo? 

 

Me considero autodidacta aunque estudié un año cine en una escuela municipal que ya no existe en Lomas de Zamora. 

Como profesora en Barcelona durante 10 años dí un taller trimestral de realización de cortometraje en un centro cívico especializado en cine y fotografía. En Ibiza dí seminarios de realización, guión y participé en 4 ediciones dando un taller de 8 meses de duración para adolescentes en el que realizaban un cortometraje de temática feminista.

 

¿Qué proyectos estás desarrollando en la actualidad? ¿Ha cambiado tu forma de filmar, de pensar una idea? Tengo entendido que también estás filmando en video.

 

Estoy con un guión, es una pieza corta para filmar en la playa y un proyecto a medias filmado en S8 con Claudio Caldini.

Un poco cambié la manera de filmar, sumé la grabación en video a algunos trabajos, el proceso creativo se modificó en tiempo y forma al editar en digital y ralenticé la producción. Ni hablar de lo que cambió el ecosistema audiovisual en estos casi 25 años desde que comencé a filmar y proyectar. Lo que se mantiene es la autogestión y mi búsqueda de sincronía con las personas, tanto cuando filmo como cuando comparto el trabajo realizado.

Lo grotesco en la obra cinematográfica de Federico Fellini y Rafael Azcona

Por Marianina Pucci

“El negocio del cine es macabro, grotesco: es una mezcla de partido de fútbol y de burdel”, Federico Fellini

Lo grotesco en el primer cine de Federico Fellini y su actualización en la obra cinematográfica de Rafael Azcona. Los inutiles (1953) y El verdugo (1963) como obras testigo. 

 

En un artículo para el Blog Hacerse la crítica, el escritor y crítico Marcos Vieytes definió el uso del grotesco en el cine como “uno de los códigos estéticos” del que más se valieron los grandes cineastas de la primera mitad del siglo XX “para ampliar el lenguaje fílmico” y que “la influencia del universo de Fellini, quizá el más conspicuo cineasta de esa tradición (grotesca), se percibe desde Berlanga y Ferreri hasta Lynch y Burton, pasando por Cassavetes, Favio y Almodóvar, además de echar raíces en el fondo trash del cine”. 

Desde sus inicios, mucho antes que Fellini, el cine experimentó con el grotesco en películas como El botones (1918, Fatty Arbuckle), El jorobado de nuestra señora de París (1923, Wallace Worsley), El perro andaluz o La edad de oro (1928/30, Luis Buñuel), algunos films de Georges Méliès, entre otros. Fellini abre en la década del `50 el portal de lo grotesco en el cine contemporáneo de la segunda mitad del siglo XX. Su obra cinematográfica podría dividirse por lo menos en dos grandes etapas. La primera, desde su película como realizador en solitario, Lo sceicco bianco (1951) hasta La Dolce Vita (1960), un film bisagra de lo que vendrá. Este período inicial, está más ligado al neorrealismo italiano, por los temas abordados y las formas narrativas que escoge, que tienden a ser estructuras de relatos más clásicas. La segunda etapa, mucho más marcada por la influencia del psicoanálisis, si bien muestra cierta continuidad con los films realizados hasta la fecha, es cierto que presenta contundentes transformaciones. 

Azcona -con Ferreri primero y Berlanga después como guionistas-, actualiza el uso de las configuraciones propias del grotesco a partir de una estética más esperpéntica, que se desprende sin duda del sainete y la tradición de la novela picaresca española. En su artículo Sainete y esperpento en el cine de Rafael Azcona, José Enrique Monterde señala que “el método azconiano consistente en partir de una estructura narrativa de carácter sainetesco mediante la radicalización trágico-grotesca, hasta alcanzar en los mejores momentos una dimensión esperpéntica, quedará ineludiblemente vinculado al logro de films como El pisito, El cochecito, Plácido y El verdugo”. Hacia los años ´70, Azcona se aleja de los aspectos proclives a la estética esperpéntica y desarrolla una tendencia mucho más abstracta y estilística. 

Ambos directores comparten varios aspectos en su modo de hacer cine. En los inicios de su carrera, Rafael Azcona comienza publicando chistes gráficos en la revista La Codorniz. Federico Fellini, inicia con colaboraciones esporádicas en periódicos y revistas como dibujante y luego en Roma ejerce como periodista de la revista satírica Marc’Aurelio, y como dibujante publicitario para películas. Es sabido que Rafael Azcona estuvo largo tiempo trabajando en Italia y no es un detalle que Ennio Flaiano participe como colaborador del guión en Los inútiles y El verdugo, y que Tonino Delli Colli, quien trabajó como director de fotografía en El verdugo, lo hiciera también en varias películas de Federico Fellini. 

El cine de ambos comparte el uso de la tragicomedia como tono común y el material realista de fondo. En una entrevista para el programa español “El Reservado”, Rafael Azcona dijo que no le interesaba para nada el cine que venía del cine sino “el cine que viene de la vida. Me he pasado la vida mirando a mi alrededor”. De ahí que su cine conserve mucho de realismo  pero sin encuadrarse dentro de sus límites. Tampoco el de Fellini. Que introduce lo grotesco como forma de desestabilización y hasta de corte con la tendencia realista de la época. 

Pero, ¿Qué es lo grotesco? Según el esclarecedor aporte de Wolfgang Kayser en Lo grotesco. Su configuración en pintura y literatura, lo grotesco “es nuestro mundo… y no lo es. El estremecimiento mezclado con la sonrisa tiene su base justamente en la experiencia de que nuestro mundo familiar –que aparentemente descansa en un orden fijo- se está distanciando por la irrupción de poderes abismales y se desarticula renunciando a sus formas, mientras se van disolviendo sus ordenaciones”. 

Lo grotesco penetra en la estética realista y la interviene. La vuelve extraña, la deforma y al hacerlo, la reelabora.

Como escribe Octavio Paz, en las primeras películas de Luis Buñuel, “su realismo consiste en un despiadado cuerpo a cuerpo con la realidad. Al abrazarla, la desuella. Toda su obra tiende a provocar la erupción de algo secreto y precioso, terrible y puro, escondido precisamente por nuestra realidad. Sirviéndose del sueño y la poesía o utilizando los medios del relato fílmico, el poeta desciende al fondo del hombre, a su intimidad más radical e inexpresada”. Del mismo modo sucede con las películas de Fellini y Azcona, que nos transportan a otras “comarcas del espíritu como los grabados de Goya, algún poema de Quevedo o Péret, un pasaje de Sade, un esperpento de Valle-Inclán, una página de Gómez de la Serna”. 

 

Los inútiles: lo grotesco melancólico 

 

En Lo inútiles (1953), Fellini relata la vida de un grupo de jóvenes que habitan una pequeña ciudad costera italiana. La historia se desarrolla en el año 1953. Ya pasada la posguerra, Fellini nos presenta una comunidad en plena recuperación económica. La vida de Fausto, Alberto, Moraldo, Ricardo y Leopoldo, consiste en vagabundear, salir a los bares por la noche, caminar sin rumbo hasta la madrugada, bailar o intentar seducir a alguna chica del pueblo, para luego dormir hasta el mediodía y repetir la misma rutina al día siguiente, no sin algún grado de tedio y monotonía. La situación cambia cuando Fausto deja embarazada a la hermana de Moraldo y debe contraer matrimonio. Fausto intenta sentar cabeza pero no lo logra, al igual que ninguno de ellos, excepto Moraldo, quienes tras vagos planteos existenciales continúan con sus vidas como venían, . 

En términos de Patrice Pavis “lo grotesco es visto como la deformación significante de una forma conocida y reconocida como norma”. En Los inútiles, el realismo sufre una deformación intencional y es el uso de la tragicomedia como tono común la que gana al objeto real, que deja de ser mimético cuando la imagen que se nos devuelve es una reproducción reelaborada de ese objeto. 

“Lo grotesco renuncia a suministrar una imagen armoniosa de la sociedad: sólo reproduce «miméticamente» su caos, aunque sea a través de una imagen reelaborada”, asegura Pavis. De Azcona se ha dicho que hace películas corales donde todos hablan al mismo tiempo, donde los personajes secundarios adquieren casi tanto valor como los principales. Ese escenario caótico le permite introducir cómodamente situaciones grotescas. Lo mismo sucede con el cine de Fellini, casi una década antes. En Los inútiles, hay varios momentos donde se recrea esta premisa. Al inicio del film, cuando en el Kursaal de 1953 se elige Miss Sirena se desata una terrible tormenta, entonces una masa informe y desorganizada de gente corre asustada y trata de escapar del vendaval, a menudo con una silla o algún objeto tapándole la cabeza. Aquí, los cuerpos embellecidos y los rostros acicalados del Kursaal se vuelven cuerpos caricaturescos y rostros desquiciados. Las buenas posturas dan lugar a la torpeza, y los movimientos desarticulados revelan un cuerpo imperfecto en movimiento. Fellini gusta de mostrar el cuerpo a contrapelo de los cánones modernos, que lo ubica como entidad acabada, separado del resto del mundo. 

Cuando Fausto y su nueva esposa parten hacia Roma en tren una multitud los despide en el andén: familiares de uno y otro, amigos y hasta Lludicio, un retrasado mental que corre, tullido, llevando a rastras un carro y gritando con voz aflautada ¡Fausto!, ¡Fausto! Las voces y los rostros de todos se mezclan en una cantinela confusa, pañuelos blancos, risas y llantos, corridas. Ricardo canta y los demás lo acusan: ¡siempre estás cantando, Ricardino! 

Siempre el caos alejando a los personajes del conflicto movilizador. O la escena en que acusan a Fausto y Moraldo de haberse robado un ángel de madera de una santería. Allí, la escena se desarrolla durante la cena, en medio de golpes, gritos, llantos. Escenarios familiares donde intervienen terceros que interactúan de forma desorganizada, como un coro de actores representando un personaje colectivo que canta al unísono. Otra vez las corridas, las cachetadas, los gritos de todos superponiéndose. El cuerpo expuesto, objeto de avatares naturales, enredado con las cosas del mundo. 

Lludicio, el retrasado mental, es quien transporta el ángel en su carro hasta la residencia de Fray Feliz. Allí se desarrolla una escena paradigmática de la exposición del cuerpo grotesco de la que gusta Fellini. Vemos a Fray Feliz subido a un árbol. Cuando Fausto y Moraldo le ofrecen el ángel, el Fraile, en vez de bajar por la escalera que tiene a su costado, desciende asido a un árbol, sirviéndose de sus brazos y pernas como si fuera un mono. Otra vez el cuerpo enredado con el mundo, con los animales y las cosas. Luego, la conversación entre Fray Feliz, Fausto y Moraldo, donde vemos en primer plano el rostro algo deformado, casi monstruoso de Lludicio, y hacia atrás y en el fondo izquierdo de la pantalla los cuerpos de Fausto y Moraldo sosteniendo la estatua. Lo que importa a nivel argumental es la conversación entre Fausto, Moraldo y Fray Feliz. Sin embargo, Lludicio ocupa la mitad de la pantalla y mientras todos hablan e intentan llegar a un acuerdo, se lo oye proferir con voz gangosa, frases incompletas y palabras sueltas. 

En la fiesta de carnaval, en medio del tumulto de gente, el baile al son del “Mambo de los Siux”, el papel picado arrojado a la cara de todos, los empujones y las carcajadas acaloradas, Alberto baila -borracho, vestido de mujer, con peluca y los labios pintados- con una careta gigante como única compañera. Suena una trompeta desentonada y poquísima gente queda en la pista. Alberto sigue solitario con su careta de acompañante. Mira desolado al techo y ve otra careta suspendida en las alturas. Ésta representa un payaso con una sonrisa entre ingenua y demoníaca. Se siente confundido. Como si las máscaras se hubieran apoderado de su identidad ¿Son las máscaras o es él? Todo lo risible se vuelve ambiguo, entre lo bufonesco y lo injurioso. Lo inanimado es ahora un objeto diabólico. Se trata de máscaras deformes y monstruosas, como las llama Mijail Bajtin, en La cultura popular... La fiesta de carnaval se vuelve al final de la noche contradictoria y ambivalente. Sale fuera de sus propios límites y carnavaliza el cuerpo de Alberto y el de todos. Las máscaras funcionan como un espejo cóncavo donde Alberto espera inútilmente hallar su imagen sin fisuras. 

Lo intersante es que aquí Alberto parece padecer ese mundo grotesco que se le hace presente abruptamente. Parece, por momentos, hacerse consciente de ello. Y este es el punto en donde el cine de Fellini y Azcona toman caminos diferentes. Fellini continúa de la tradición neorrealista su aspecto más ligado al melodrama y la melancolía, en tanto Azcona se decide por la risa. 

 

El verdugo: lo grotesco como enajenación

“…esas ancianas embarazadas ríen.”

Bajtin  

 

En El verdugo, Azcona nos cuenta la historia de José Luis, un humilde enterrador que proyecta marcharse a Alemania para convertirse en un buen mecánico. Pero en medio, conoce a Amadeo, verdugo profesional, y a su hija, con quien se casa y tiene un hijo. Sus sueños de emigrar a un país idealizado se frustran. Amadeo solicita una vivienda al Estado pero como está a punto de jubilarse se la niegan. Sin dudarlo, Amadeo y su hija intentan persuadir a José Luis para que asuma el puesto de verdugo que Amadeo dejará vacante y así obtener el derecho a la vivienda.   

 Los protagonistas se hallan siempre envueltos en situaciones embrolladas donde lo “simultáneo”, como expresara Azcona, y la enajenación impiden una salida airosa del conflicto. 

Al comienzo del film, un oficial de policía corta el pan con la mano y lo tira sobre una taza de sopa. Está por dar el primer bocado y entra José Luis y un compañero transportando un ataúd para el muerto que ha ejecutado Amadeo con el garrote vil. Al instante el oficial se dispone a comer nuevamente, pero lo interrumpe Amadeo, quien llega y coloca en la mesa el maletín que contiene el garrote, justo al lado de la sopa del oficial. Por tercera vez es interrumpido cuando José Luis y su compañero atraviesan la sala con el muerto dentro del ataúd. En consecuencia el oficial abandona la sopa. Es decir, el cuerpo en su expresión meramente fisiológica (la muerte, el hambre) gana la escena en medio del caos y las situaciones simultáneas que atentan contra los sujetos.

En la caótica escena que se desarrolla en el aeropuerto José Luis y su compañero van a buscar un muerto que llega en un avión. La esposa del muerto y su familia también asisten. La esposa debe reconocer el cuerpo pero insiste en que no se trata de su marido, aunque nadie toma en serio sus palabras. En medio de ese enredo, José Luis telefonea a la hija del verdugo y le cuenta que se ha cruzado con Charlton Heston y ha conseguido una fotografía autografiada. Su compañero le dice que no hay tiempo para llamadas sin importancia y ambos se suben a un vehículo que transporta al muerto, uno a cada lado, apoyados sobre el ataúd. Mientras discuten frivolidades en voz muy alta la familia de la víctima los sigue caminando, cada vez más de prisa, corriendo luego, con las manos en los oídos para protegerse del ruido de los motores del avión. La excesiva batahola hace que nadie escuche nada y en consecuencia que se griten unos a otros. José Luis y su compañero se acercan cada vez más para hablar y eso hace que se apoyen exagerdamente sobre el ataúd. 

Lo grotesco se da aquí por la simultaneidad de las situaciones. Los cuerpos gritan, lloran, corren, se tropiezan, beben, comen, defecan. Siempre se los muestra en relación a una necesidad, librados de toda idealización, siendo un eslabón más de la cadena evolutiva.  

La escena del casamiento de José Luis y la hija del verdugo plantea situaciones similares: Los cuerpos incómodos debajo de los atavíos festivos, los gritos, los desacuerdos, el llanto. Los testigos escapan en medio de la boda porque no quieren firmar nada que pudiera tener que ver con un verdugo. José Luis sale a buscarlos y los alcanza justo cuando ponen en marcha su moto con sidecar. José Luis aferrado a la moto intenta detenerlos pero lo que logra es que empiecen a girar en círculos una y otra vez. 

 

Como señala Bajtin, el cuerpo grotesco es un cuerpo en movimiento. No está nunca listo ni acabado: está siempre en estado de construcción y creación. Un cuerpo que absorbe el mundo y es absorbido por éste. Se mezcla con el mundo.

Pero los cuerpos de Azcona están mucho más expuestos a la risa y al escarnio que los de Fellini. En alguna entrevista, Azcona dijo que “la consecuencia lógica de la tragicomedia es que te rías y luego te avergüences de haberte reído”. Su intención siempre fue plantear situaciones trágicas y grotescas que condujeran a la risa. Para ello, nos ofrece personajes enajenados, en el sentido de cegar su atención a toda otra cosa que no sea su preocupación más inmediata. 

Los personajes de Azcona no evolucionan, sino que vagan desorientados en medio de situaciones de conflicto, y que cuando intentan sortearlas son como insectos que se lanzan hacia la luz y se estrellan encandilados. Porque no reflexionan sobre sí mismos (Plácido es en este sentido una película paradigmática. También para la noción de caos). No se detienen a pensar si su vida es miserable. Deambulan enfrentándose a situaciones entre patéticas y festivas, colocados en un universo endogámico, presos, como dijimos, de su realidad más inmediata: De las situaciones que “haya que resolver día a día”, como explica Azcona. Pero esto no quiere decir que sean llanos. Su psicología es muy compleja, siempre hay una vuelta de tuerca, una doble intención en lo que hacen aunque todo lo que busquen en apariencia sea quitarse el conflicto de encima de la manera más cómoda posible.

 

Por el contrario, los personajes de Fellini, deambulan un tiempo entre lo incierto, lo carnavalesco, suspendidos entre lo grotesco y una extraña recreación de la realidad, hasta que sufren un quiebre. Y en general este quiebre se da cuando el personaje se mira a sí mismo. En el grotesco de Azcona tenemos un desfile de personajes que prodigan inagotables situaciones cómicas-grotescas que conducen a la risa. El grotesco de Fellini en cambio, se corre de la risa y más bien se acerca a la sonrisa. En algún momento del film felliniano la melancolía se apoderará del personaje y lo hará pensar, aunque no pueda cambiar: una vez que Alberto sale de la fiesta de carnaval lo encuentra a Moraldo y le dice: “nos tenemos que casar, Moraldo. Tenemos que sentar cabeza”. Una y otra vez Alberto repite esa frase atormentado, mientras un viento patagónico azota la ciudad. Sin embargo ese personaje no evoluciona en el film.    

Lo grotesco en ambos cineastas desborda de imágenes relacionadas con la vida material y corporal, muchas veces imágenes exageradas e hipertrofiadas concibiendo el cuerpo desde lo deforme y lo monstruoso. Es decir, lo imperfecto imponiéndose ante lo perfecto. Pero a partir de esa generalidad, cada uno toma caminos diferentes. En Fellini, aunque la risa subsiste, lo que prevalece es lo grotesco melancólico. El personaje que de repente siente pena por sí mismo y dialoga consigo, su pasado y su futuro. En cambio, el grotesco en los personajes de Azcona es inconsciente. Nunca se devela. Azcona dijo en una entrevista que la felicidad consiste no tanto en serlo sino en creerlo, y eso es lo que hace con sus personajes: enajenados de cualquier planteo metafísico o existencial, desempeñan su rol espontáneamente, creyéndoselo, cuerpo a cuerpo con la realidad. Y eso incita a la risa.  



BIBLIOGRAFÍA        

 

Bajtin Mijail, La cultura popular en la Edad Media y en El Renacimiento. El contexto de Francois Ravelais. Alianza Editorial, 2003, Madrid.

Kayser Wolfgang, Lo grotesco. Su configuración en pintura y literatura. Nova. 1964. Buenos Aires. Pag. 40.

Macciuci Raquel, Antes que el guión. Sobre “Estrafalario/1” de Rafael Azcona. En Olivar, revista de Literatura y Cultura Españolas, II, julio. 2001.

Monterde José Enrique, Sainete y esperpento en el cine de Rafael Azcona. Artículo. Estudios Críticos.      

Pavis, Patrice. Diccionario del teatro. Dramaturgia, estética, semiología. Paidós, 2003, Buenos Aires.

Breve tratado de geología para la imagen

2023 Juan Carlos Carvajal Juárez y Maya Rivas

Mecanismos del Olvido (detalle), Andrés Denegri, 2017, (https://rolfart.com.ar/artists/andres-denegri/andres-denegri-rolf-art-91/)

Hay imágenes. Con miles de capas o con algunas pocas. Las hay duras y que implican cierta complejidad en el intento de percibir sus estratos, o antes bien, el entrar en resonancia con ellas; pero también otras que al primer vistazo ya provocan una aspiración tan veloz que no se las puede percibir más que en una especie de multiplicación de afectos. Hay imágenes. Intentar trazar con ellas una geología implica considerarlas en su aspecto de multiplicidad, es decir, ver sus zonas a la vez que sus erosiones, ver cómo se deshacen, lo que deshacen, pero también sus potencias, sus posibilidades de movimiento o transformación. En fin, hay imágenes. Siempre las hay, con sus problemas de origen, con sus ilimitadas reproducciones; por lo tanto, hay imágenes siempre por entre algo, en el medio, a través de la intensidad fulgurante de las preguntas. Habrá que considerar estos problemas en resonancia con ellas, esto significa, multiplicar sus sentidos y ver sus capas, quizás esa sea una hipótesis.

Andrés Denegri compuso un corpus particular de obras alrededor de muy pocas imágenes, tal vez de miles de fotogramas que no dejan de aparentar una sola. Se trata de una instalación construida con varias obras alrededor de una pieza central: un proyector de cine de 16mm intervenido para que, cada cierta frecuencia de tiempo, frene su mecanismo y queme un fotograma de la película que hace correr. A la vista, pues, la maquinaria de proyección de un pequeño fragmento de lo que aparenta ser la primera filmación en Argentina, repitiéndose a la vez que quemando su unidad mínima de medida, esto es cada fotograma donde se detiene. Mecanismos del olvido (2017-2018) quizás se componga a partir de una pequeña filmación, de apenas unos segundos, de cualquier bandera Argentina que haya estado flameando; de la bandera sana a la bandera quemada es lo que tomaremos en consideración; pero sea como fuere, esas ‹‹pocas›› imágenes ya se han multiplicado, ahora nos es imposible discernir su cantidad en números, sólo nos queda intentar verlas a través de sus varias caras. En este sentido, quisiéramos considerarlas a partir de al menos tres capas que hemos encontrado en ellas.

PRIMERA CAPA

DEL TIEMPO O ‹‹MIL METROS DE OLVIDO››

800 metros de olvido, Andrés Denegri, 2018, (https://rolfart.com.ar/artists/andres-denegri/andres-denegri-rolf-art-37/)

Hacer de la ausencia una representación posible.

Hacer del intervalo una configuración visual.

Hacer del fracaso una imagen.

Uno de los aspectos de la imagen de archivo es su propio surgimiento como una forma de lucha ante el devenir del tiempo histórico. Como tal, su batalla está perdida ya que su descomposición es siempre inminente e inevitable. En un movimiento opuesto, la propuesta de Andrés Denegri se presenta como un gesto que parte de la noción de documento pero ya no para dar cuenta de un pasado que debe ser preservado, sino para dilatarlo, deformarlo, horadarlo hasta lograr su destrucción. Y entonces entendemos que no se intenta rememorar sino hacer del olvido un acontecimiento posible. Mecanismo que eyecta y ‹‹esculturiza›› mediante la exposición del dispositivo, que en principio fue concebido para funcionar de forma oculta y anónima, dentro de un aparato que ya no lo es.

Si la imagen es lo que queda cuando aquello a lo que refiere desaparece y es, ante todo, memoria, tal como afirma Georges Didi-Huberman, los fotogramas de Mecanismos del olvido también lo son, aunque quizás de otra manera. Lo que queda, ese resto, aquí es una fractura. En este sentido, el tiempo redistribuye sus regímenes de visión y se duplica en al menos dos maneras: lo que se muestra y la maquinaria de proyección-destrucción, el despliegue temporal de aquel evento. Es el tiempo lo que se nos hace visible, palpable gracias a la puesta en marcha de la quema de los fotogramas. Todo lo que atenta contra el documento visual, en la propuesta de Denegri, se concreta a modo de síntoma. Síntoma de que la Historia, al igual que la memoria, es lacunar y poco confiable. Es de este modo como comprendemos que la imagen ya no es imitación o representación de las cosas, sino un intervalo materializado.

Las obras de arte, dice Benjamin, tienen una “historicidad específica” (spezifiche Geschichtlichkeit) que no se expresa en el “modo extensivo” (extensive) de un relato causal o familiar de tipo vasariano, por ejemplo. Se despliega multiplicandamente en un modo intensivo (intensive) que, entre las obras “hace brotar conexiones que son atemporales (zeitlos) sin estar por lo tanto privadas de importancia histórica.

Una película perdida en el flujo del tiempo (La bandera argentina de Eugenio Py, 1897) y por lo tanto inaccesible, es a su vez, la condición de posibilidad de Mecanismos del olvido. Ambas imágenes están destinadas a desaparecer. A modo de fluido que circula entre ambas, el tiempo se infiltra, se escurre y genera un diálogo no causal sino intensivo, tal como lo plantea Walter Benjamin, entre dos formas de existencias que pareciera materializarse a condición de arder hasta quemarse en el olvido. Y es allí donde notamos que los mecanismos concebidos para registrar y proyectar imágenes ya no funcionan, pero, en su fracaso produce otras formas de existencia, otras capas temporales posibles.

Porque ni a los 800 ni a los 200 metros de fílmico les interesa reponer una huella de lo que fue (o lo que pudo haber sido) aquella bandera flameante, sino más bien tensionar las capas temporales que subsisten y se acumulan en una imagen.

Es en este preciso momento, cuando nos damos cuenta de que el supuesto registro, no constituye una prueba de un acontecimiento sino ante todo una puesta en escena y que la imagen no tiene importancia más que en su vínculo con otras, vínculo que le otorga el proceso analítico de montaje y, que en este caso, pareciera profundizar la repetición o evocación de una misma imagen. La dimensión temporal no tiene que ver con el correr del material fílmico por un mecanismo sino más bien con los dobleces, el reverso o los pliegues de una imagen y su puesta en contacto.

SEGUNDA CAPA

DE LA MATERIA O ‹‹LÚMENES A VATIOS››

 

A: Bandera/B: Argentina (detalle), Andrés Denegri, 2018, (https://rolfart.com.ar/artists/andres-denegri/andres-denegri-rolf-art-23/)

Del lado izquierdo la película desplegada, del derecho la película quemada. En el medio –por ser un detalle– sólo nos queda ver lo que separa ambas obras: el marco de madera. La distancia entre las dos imágenes es un tipo de materialidad sumamente opaco, casi negro. El intervalo entre la madera y la película es de lúmenes, es decir que la segunda es materia medida en cantidad de flujo lumínico. Finalmente, la diferencia entre la película sana y la quemada es de vatios, de velocidad de energía en transformación. Por lo tanto, algo ha cambiado en el correr de la película sobre el proyector de la obra central; si en un principio poseemos un foco de luz que despide en la pared una imagen del material fílmico que le pasa por delante, luego, en cada detención, el flujo lumínico exige empezar a tenerlo en cuenta como velocidad de transformación de la energía, el material se quema en ese fotograma y la luz necesaria para verlo termina por exceder su umbral de resistencia. Todo un sistema de la visión se desconfigura por sus propias potencias, ‹‹un cambio que afecte la materia […] se comprenderá como un cambio ontológico del medio››. Mientras haya un flujo luminoso siempre habrá lúmenes, pero nos interesa remarcar ese cambio de importancias que ocurre en la proyección; no se trata de que se extingan las unidades de medida de la luz, sino que ese mismo flujo lumínico transforma su foco –siempre en relación con la materia– hacia los flujos radiantes. La imagen reclama además de la luz una vibración o resonancia energética.

En este sentido, podemos tomar del trabajo de Laura González-Flores su descripción de dos matrices de la imagen fotográfica según sea analógica o digital, y multiplicar la matriz de la primera según datos y códigos de la proyección de Denegri. En primer lugar, sobre cada fotograma que corre como efectivamente debería (sin detenciones), se inserta un ‹‹código continuo›› de luz sobre la emulsión ya revelada, es decir sobre cierta imagen fijada en el material. Pero a la vez, o en una diferencia temporal imperceptible para la vista, la imagen se detiene y rápidamente el código lumínico es considerado en tanto eficacia energética sobre el fílmico, ahora más que nunca, imagen fija, fotograma. Una matriz de luz y una matriz de energía, proyección de una película doble, donde el medio se ha vuelto relación entre la cámara y el proyector, y ya no cabe hablar de ontología sin hablar de una agencia de a dos que va de la luz a la energía en un juego de recomposiciones y descomposiciones. Por lo tanto, si podemos hablar de esta obra como del estudio de dos modos de autonomía de las imágenes que desmontan la película como una relación partes-todo, es por la capacidad de haber compuesto un campo de múltiples disposiciones de la materia, de haber hecho de una tira de material cinematográfico un mundo de fotogramas con velocidades infinitas, esto es, de imágenes singulares que llevan la potencia de su cuerpo (materia) hasta el límite y le devuelven la capacidad tanto de la resistencia como del olvido.

Las imágenes están vivas, en la implicación de la luz y de lo que quema, ‹‹delante del mundo de las significaciones-superficie, de los datos codificados››. Las imágenes están, ya junto al fuego ya a partir de un flujo lumínico. En esta doble disposición de la materia, la imagen de la bandera nos exige un doble régimen de la visión: el del ojo y el de la memoria. Ambos funcionamientos del organismo se conjugan en una indiscernibilidad que desconfigura el cuerpo y la imagen. Esta última ya no es más que

[…] el rastro que deja el percepto en la mente cuando se descontinúa la percepción. Una imagen es, pues, la huella visual que queda en nuestra mente cuando cerramos los ojos: sólo podemos verla a través de la memoria.

Esta segunda capa entra en relación directa con la primera y se implican mutuamente. La imagen fija que se quema solo lo puede hacer al precio de una memoria con el mayor olvido. De un uso de la memoria contra toda nostalgia, con una resistencia de la imagen como presente, junto a un relanzarse al futuro a través de las disposiciones materiales. Esa es la potencia de la relación entre el tiempo y la materia, la ‹‹descontinuación de la percepción›› o el agujero que las imágenes dejan en el pensamiento, por lo tanto, en el cuerpo. Entonces ya nada podemos hacer para evitar que esa imagen se prenda fuego porque ella lo ha hecho todo con nosotrxs, sólo podemos ver.

Imagen él mismo, este cuerpo no puede almacenar las imágenes, puesto que forma parte de ellas; y por eso es quimérica la empresa de querer localizar las percepciones pasadas, o incluso presentes, en el cerebro; ellas no están en él; es él el que está en ellas.

El flujo de radiación, las vibraciones y las resonancias energéticas se multiplican, se bifurcan, van ahora desde la imagen hacia acá, nos queman, o en el mejor de los casos nos hacen experimentar un modo de ver que excede a los ojos. Si el fuego logra desconfigurar los organismos, pero aun así hay imágenes, queda por ver cómo logran llevar a cabo toda su maquinación, toda su agencia.

TERCERA CAPA

DE LAS MÁQUINAS O ‹‹MECANISMOS DEL OLVIDO››

Mecanismos del olvido, Andrés Denegri, 2017, (https://rolfart.com.ar/exhibition/maquinas-de-lo-sensible/maquinas-de-lo-sensible-extended-rolf-art-5/)

Quisiéramos responder que no, que las máquinas no son tales por simular funcionamientos del cuerpo o por recurrir a teorías de la percepción. Ante la pregunta de Vilem Flusser: ‹‹¿entonces la cámara fotográfica es una máquina porque simula el ojo y recurre a la teoría óptica?››, quisiéramos responder que no, o más bien, que antes de ser máquinas por el hecho de referirse a simulaciones del organismo, lo son por una función de maquinación, esto es, una puesta en funcionamiento que en sí misma está directamente relacionada con la materia con la que actúa y por la que actúa. Pero Flusser ya lo tenía en cuenta, el ‹‹funcionario››, quien distribuye las entradas y salidas del flujo de luz de un aparato fotográfico, ya está en relación directa con la materia a través de la cámara; es decir, entre material, aparato y funcionario, una máquina los engloba y desarrolla en ellos, en tanto instancias, todo su movimiento.

En Mecanismos del olvido, entonces, las máquinas no funcionan como apéndices, anexos o extensiones de los cuerpos sino que pervierten a los mismos, a saber, a la visión como núcleo de la percepción de imágenes y al recuerdo como elemento de un cerebro que contendría para sí toda su memoria. Ya lo había sugerido Walter Benjamin cuando supuso el trastocamiento de los modos de ver en el momento en el que la cámara fotográfica fue inventada, y cuyo accionar revelaba al ojo un tejido estructural de la realidad inaccesible a la percepción humana. Una potencia de desquicie de las máquinas le pertenece por derecho –ya que en rigor, hablar de organización o desorganización sólo es en una instancia relativa a la relación función-materia a partir de la cual aquella acciona–; sin embargo, hubo que esperar a que el régimen pos-industrial surgiera para que dicha potencia se actualizara en mecanismos concretos.

Por lo tanto, de un lado el ojo y del otro la memoria. François Soulages desarrolla dos nociones que en su articulación constituyen la fotograficidad: por un lado, la irreversibilidad, por el otro lo inacabable. Podemos pensarlo de la siguiente manera: el ojo como funcionario de una irreversibilidad en la visión y la memoria como una máquina de lo inacabable. En este sentido y en primer lugar, la visión que se ocupa de la bandera no será la misma cuando se exija verla en llamas. El movimiento del fotograma-a-fotograma, el tiempo que supone el uso de ese material mismo a modo de archivo, la luz que se precisa para reproducir la imagen, todo se transforma. De una imagen en movimiento a una imagen detenida, lo que se mueve se transporta de dentro de la imagen hacia su superficie, esto es, ya no se mueve la bandera sino el material cuando se quema. Tampoco corresponde hablar de tiempo en sentido cronológico, en el de la Historia: al haberse quemado la bandera sólo podemos retenerla por la visión precedente y a la vez no podemos, ya que no se trata de la misma bandera ni del mismo fotograma, ya ni siquiera de la bandera de Eugenio Py sino la de la maquinaria completa de toda la instalación, ‹‹es la imagen del tiempo y el tiempo de la imagen; la causa de su irreversibilidad es la articulación de la irreversibilidad del tiempo, de la naturaleza del negativo y de las condiciones de su obtención››. Pero las condiciones de la obtención ya no pueden ser las de la filmación de 1897 sino las que compone Denegri y se obtienen a través de la lámpara que reproduce a la vez que quema. El ojo deberá adaptar su régimen de visión para ver un primer imposible: la imagen quemada, lo que no se ve en ella; y en segundo lugar, el otro imposible: el tiempo en su totalidad, el pasado, el presente y el futuro a la vez o el archivo, la nueva filmación y el fuego, todo al mismo tiempo. 

Finalmente, solo hay una posibilidad para no quemarse por completo, para poder seguir viendo las imágenes con los regímenes que ellas le exijan a la visión. Nos queda pendiente lo inacabable en la fotograficidad, también la memoria. Pero algo creemos que ya hemos adelantado, y es que si el ojo debe hacer un esfuerzo por ver la historia sin una ordenación temporal de calendario –es decir, ver una imagen que no sea el presente en el que se apoyan el pasado y el futuro–, la memoria ya no podrá ir al pasado o al recuerdo para repetir sus operaciones. En este sentido, el uso de la memoria desconfigura el presente para lanzarlo hacia el futuro, no solo se abre en dos (presente actual y presente antiguo) sino en tres: la tríada temporal que ya conocemos, pasado, presente y futuro, pero a la vez. La memoria ya no será solo del recuerdo sino más bien de la imagen.

Pero un ser que evoluciona más o menos libremente crea a cada momento algo nuevo: sería pues en vano que se buscara leer su pasado en su presente si el pasado no se depositara en él en estado de recuerdo. De este modo […] es preciso que por razones similares el pasado sea actuado por la materia, imaginado por el espíritu.

Se trata del mismo sentido de memoria que está implícito en la ‹‹tradición de los oprimidos›› de Benjamin, no el del recuerdo del pasado sino el del pasado que nunca ha llegado a ser, la memoria de los imposibles, potencia de nuevos posibles. En ese par de imposibilidades, de fracasos que ha sufrido la imagen, un funcionamiento que extraiga lo que ellas le exijan será el peligro a correr para que se desplieguen nuevas potencias de lo sensible.

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